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 | Por Dr. Mike Martocchio

La belleza de la Eucaristía

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Como hemos mencionado en varias ocasiones durante este proceso de Avivamiento Eucarístico en los Estados Unidos, se nos ha pedido no sólo vivificar nuestra fe personal en la Eucaristía, sino que compartamos esa fe con los demás. Uno de los desafíos más difíciles de esta tarea es movilizar a nuestra sociedad desde la apatía hacia la fe. La apatía es distinta a la falta de fe porque no es una cuestión intelectual. Dicho de otra forma: La conversión se trata de un movimiento del corazón en lugar de un movimiento de la mente (esto no significa que ambos estén desconectados). Entonces, ¿cómo podemos abordar esta tarea de la evangelización?

Ya que esta cuestión no es sólo intelectual sino también afectiva, nuestra respuesta debe ser tanto intelectual como afectiva. En los apostolados y círculos ministeriales hablamos constantemente de la necesidad de “un encuentro con Cristo”. Lo anterior abarca varios aspectos, después de todo, hay muchas maneras en las que Nuestro Señor se hace presente en nuestras vidas. Pero cuando hablamos de enriquecer nuestra fe en la Eucaristía, debemos considerar el hecho de compartir esa fe por medio de buenas explicaciones intelectuales y de un profundo sentido de lo sagrado. Encontramos este significado en la belleza de la Misa y de diversas devociones eucarísticas a la Misa. Allí saboreamos lo trascendente, lo “algo más” que Dios siempre ofrece.

El Papa Francisco, en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio), el documento que podría decirse que ha definido su pontificado hasta el momento, analiza en profundidad la via pulchritudinis, o el camino de la belleza, que toca el corazón y lo abre para recibir la verdad y bondad de Dios (EG 167). Allí comprendemos que nuestro celo eucarístico empieza cuando permitimos que la belleza de la Eucaristía conmueve nuestros corazones: la belleza no se trata de una consideración del gusto ni tampoco de lo que está de moda, sino más bien, de esa belleza que es universal y eterna. Cualquiera que haya visitado un museo de arte puede comprender lo anterior. Hay una razón por la que las obras maestras son preservadas a lo largo del tiempo. Éstas logran capturar algo, y a menudo ese “algo” es difícil de articular en palabras. La razón por la que somos un pueblo sacramental es porque nos damos cuenta que la Palabra —la Palabra de Dios que es Dios mismo— se ha hecho carne precisamente porque esa Palabra tiene mucho más que decir que cualquier otra palabra pueda expresar.

El cristianismo no es un conjunto de buenas ideas. Siempre hay algo más que meras palabras e ideas: Hay un “más allá”. Cristo, y por extensión el cristianismo, es la expresión concreta del Dios trascendente que siempre está por encima de todo lo que conocemos y podemos describir y que además está íntimamente cerca de nosotros. La belleza de la Eucaristía se encuentra en la estética de la liturgia, en el silencio de la adoración, en la sencillez pero a la vez en la profundidad del don, en lo insondable del sacrificio, en la invitación a partir el Pan y en la añoranza de quienes la reciben.

Gracias a lo anterior, nos podemos conmover con el testimonio de los demás: El amor de Cristo es hermoso. La belleza del testimonio de los demás nos guía más allá de los conceptos y nos introduce en una relación. La conversión no es simplemente la determinación de que la Iglesia tiene la verdad, más bien, es la experiencia de nuestros corazones siendo capturado por el misterioso y gran amor de nuestras vidas: Dios mismo. Cuando escuchamos acerca de este amor misterioso que captura el corazón de los demás, nuestros corazones también se abren a la experiencia. Por esto, nuestro deber como cristianos es compartir nuestra fe, especialmente nuestra fe en la Eucaristía. Necesitamos compartir la fe en la Presencia Real pero también la experiencia de la relación íntima que tenemos cuando nos encontramos con Cristo en la Eucaristía. Eso puede abrir los corazones de los demás, y es una invitación a vivir esta experiencia en primera persona: Podemos empezar de manera sencilla, pasando un breve momento en adoración. Al final, es una invitación a tener una intimidad divina, sublime. La belleza de esta intimidad tiene el poder de cambiar la vida y transformarla.

Como complemento a esta reflexión, me gustaría destacar algunas oportunidades concretas para practicar esta experiencia. En unos meses, la Diócesis de Charleston se reunirá para compartir nuestro testimonio de amor por Cristo en la Eucaristía en el primer Congreso Eucarístico Diocesano, el 6 de Abril de 2024, en el Columbia Metropolitan Convention Center. También estamos patrocinando un concurso de “testimonios”, donde las personas podrán compartir un breve video (30 segundos o menos) que muestre cómo la Eucaristía ha sido un regalo en sus vidas. Los videos ganadores serán publicados en las redes sociales de nuestra diócesis, en nuestra página web, y otros canales. Visite charlestondiocese.org/eucharistic-revival para obtener más información acerca de estas dos oportunidades.

Reunirnos para adorar a Cristo en la Eucaristía y profundizar en el conocimiento de nuestra fe es una manera de testimoniar nuestra fe eucarística, la cual podemos compartir como Iglesia. La belleza de la Iglesia reunida en torno a la Eucaristía puede conmover los corazones, empezando por el nuestro. La belleza misma brota de la auténtica intimidad del testimonio individual.


Michael Martocchio, Ph.D., es el secretario de evangelización y director de la Oficina de Catequesis e Iniciación Cristiana. Envíele un correo electrónico a mmartocchio@charlestondiocese.org.