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 | Por El Dr. Mike Martocchio

Parte I: El Sacrificio de la Eucaristía y el Misterio Pascual

“Este es mi cuerpo que será entregado por ustedes”.

Todos conocemos las palabras del Evangelio de Lucas (22, 19). Las escuchamos en cada Misa. Las palabras que llamamos “Palabra de la Institución” se encuentran en unos pocos lugares de la Escritura, concretamente en todos los Evangelios Sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) y también en la Primera Carta de Pablo a los Corintios. Representan a Cristo dándonos la Eucaristía, estableciéndose como distintivo del culto cristiano hasta nuestros días.

En la Última Cena, Jesús se ofrece como cuerpo y sangre, conectando su pasión y muerte con esta ofrenda. En los Evangelios Sinópticos, la Última Cena es también la Pascua, la comida ritual de sacrificio que celebra la liberación por parte de Dios de su pueblo Israel de la esclavitud y el posterior establecimiento de la alianza en el Monte Sinaí (Éxodo 12). En lugar de ver un cordero sacrificado, vemos a Cristo ofreciendo y haciéndose el cordero sacrificado de la nueva alianza.

Jesús, la nueva alianza, es el cumplimiento de la alianza entre Dios e Israel.

Esta conexión con la acción salvadora de Dios en el Éxodo nos lleva a utilizar este mismo lenguaje para hablar de la acción salvadora de Dios en Cristo, el misterio pascual. Nuestra palabra “pascual” deriva del hebreo פֶסַח, Pésaj, que significa pascua.

La nueva pascua de la nueva alianza tiene lugar a través de la pasión, muerte, resurrección y ascensión de Cristo, y como tal, lleva la acción salvadora de Dios a un nivel nuevo y eterno.

Por eso, en las Escrituras oímos hablar de Jesús como el cordero o el “Cordero de Dios” (ver Juan 1, 29, 36; 1 Pedro 1, 19; Apocalipsis 5).

Además, la Carta a los Hebreos nos habla del sacrificio perfecto de Cristo, que es a la vez sacerdote y víctima, es decir, es él que ofrece el sacrificio y él que es sacrificado (ver Hebreos 7).

El sacrificio, incluso tal como se presenta en el Antiguo Testamento, no consiste en satisfacer a una deidad a la que le gusta el derramamiento de sangre en la obtención de favores. Se trata del gesto del don. Como el cordero sin mancha prescrito a los hebreos como sacrificio de la Pascua, lo mejor de lo que tenemos es la Eucaristía en oferta al Padre.

Debemos tener en cuenta que lo mejor que tenemos es lo que nuestro amoroso Padre nos dio: el Hijo encarnado. En el culto, le devolvemos a Dios su don, demostrando que nos ponemos a nosotros mismos y a todo lo que nos ha dado a su disposición. El hecho de que este don perfecto sea el don de Dios mismo hace que el sacrificio sea único, y que ocurra “una vez para siempre” (Hebreos 10, 10). La celebración eucarística nos hace presente este sacrificio único, este Misterio Pascual.

Uno de los temas a los que nos referimos constantemente cuando hablamos de la Eucaristía es la presencia real de Cristo. Las palabras de sacrificio de la Institución nos indican por qué es tan importante esta presencia. Es una presencia salvadora y transformadora. Al igual que la sangre del cordero pascual ayudó a liberar a Israel en Egipto, también la preciosa sangre de Cristo libera a su pueblo de una forma nueva y elevada. En ambos, el sacrificio identifica al pueblo de Dios de una manera que salva. En Egipto, el pueblo de Dios se libró de la plaga de la muerte de los primogénitos y, posteriormente, de la esclavitud. En la Eucaristía, nos unimos a nuestro salvador y recibimos un anticipo de la intimidad de la comunión eterna con Dios que, por su gracia, nos libera de la esclavitud del pecado. Es conveniente que este sacrificio se nos presente como una comida.


El doctor Michael Martocchio es secretario de evangelización y director de la Oficina de Catequesis e Iniciación Cristiana. Escríbele un correo electrónico a mmartocchio@charlestondiocese.org.