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 | Por Cristina Sullivan

Nuestra vocación definitiva

El momento de la muerte es uno de los más dolorosos, temidos y por lo mismo ignorados por el ser humano. El desgarrón que significa la pérdida de un ser amado, e incluso el temor por el dolor y la tragedia que significa perder la propia vida, hacen que sea un tema difícil de abordar.

Incluso Jesús experimentó reacciones similares a las nuestra con respecto a su propia muerte y la muerte de quienes amaba. En el evangelio de San Juan encontramos el momento en el que Jesús recibe la noticia de la muerte de su amigo Lázaro: “Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: ¡Cómo le quería!” (Jn 11, 35-36). Y durante su agonía en el Huerto de los Olivos, Jesús sudó sangre por la angustia que significó saber que iba a padecer la muerte que le tenían preparada.

Hay dos citas del Evangelio que nos invitan a reflexionar en el momento en el que ocurra nuestra partida, y en ambas Jesús repite “velad, pues no sabéis ni el día ni la hora”. Una es el ejemplo del ladrón que llega inadvertido y el mayordomo que es vigilante (Mt 24, 42-51), y el otro es el caso de las diez vírgenes, unas fueron prudentes y otras no se prepararon (Mt 25, 1-13). Ambas situaciones señalan la misma realidad, es decir el encuentro definitivo con el Señor, pero la diferencia radica en la actitud de quienes viven aquel momento: algunas personas no se toman en serio la necesidad de prepararse para la eternidad, otras anhelan el momento de que llegue el novio, el dueño de la casa, el amante de las almas.

¿Cómo vivimos la proximidad cada vez más inminente de nuestra partida? La mayor certeza que tú y yo tenemos es que no somos inmortales, entonces ¿vemos la muerte como aquel ladrón que llega a arrebatarnos la vida que tanto amamos, el lugar en este mundo por el que hemos luchado? Olvidar que ese momento llegará es dormirnos como las vírgenes necias, que se anestesiaron con la comodidad instantánea y dejaron de prever lo inminente. ¿Esperamos ese momento con la lámpara encendida para iluminar la venida del esposo, preparados como el mayordomo fiel que espera la llegada de su señor? De esta manera nuestra alma se nutre de esperanza e incluso de ilusión, porque lejos de ignorar esta cruda realidad, la anhela al saber que es el momento en que la verdadera vida empieza.

Podemos vivir esta vida como un fin en sí misma, en donde trabajamos e incluso luchamos por obtener un lugar privilegiado en ella, acomodándonos para descansar bajo las seguridades que hemos construido. O la podemos vivir como un noviazgo, sabiendo que es una situación pasajera, con la consciencia de que nuestro fin es prepararnos para el día de nuestra gran boda, ese momento en que nos encontrarnos con el esposo de nuestra alma. ¿Estaremos listos, incluso engalanados, para celebrar ese gran día y entrar a la mansión que él tiene preparada para nosotros (Jn 14, 1-4)?

Es curioso lo mucho que nos preparamos para nuestro retiro o jubilación después de muchos años de trabajo. Preparemos igual de arduamente nuestra alma para el encuentro con Dios, en lugar de protegernos ilusamente contra el ladrón de nuestra vida. Como dice Mons. José Munilla Aguirre, el obispo de Orihuela-Alicante en España, “La vida eterna es nuestra vocación definitiva, no hemos sido creados para una vida transitoria, sino para la eternidad: no somos inmortales, pero somos eternos. En Jesucristo recibimos la plenitud de nuestra eternidad”.

Vea el vídeo completo del obispo Munilla aquí: https://youtu.be/dEJd6cUvh50 (de Se Buscan Rebeldes - Canal Católico en YouTube).


Cristina Umaña Sullivan es socióloga cultural que se ha dedicado a la evangelización por más de 10 años con especialidad en Teología del Cuerpo y creación de identidad desde la perspectiva cristiana. Envíele un correo electrónico a fitnessemotional@gmail.com.