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 | Por Cristina Sullivan

Una comunidad para descansar el corazón

Es fácil reconocer cuándo nuestro cuerpo está cansado o cuándo nuestra mente o nuestros ojos están fatigados, pero es difícil reconocer cuándo nuestro corazón está agobiado. Incluso puede suceder que nos acostumbremos a vivir con esa fatiga interior. Entonces, la vida se convierte en un camino sin sabor e incluso sin propósito. Tener un corazón cansado y agobiado nos lleva a un estado de desaliento que se esconde en la rutina y nos hace perder el norte en nuestras relaciones, en las labores y en nuestra fe.

A veces nos rodeamos de personas que tienen la misma desesperanza, y lo que sucede es que empezamos a compartir la misma oscuridad. Puede que ese intercambio de penas nos brinde un desahogo pasajero, pero no nos libera. En cambio, aquellos que han visto al Señor, quienes se han dejado transformar por él, son las personas adecuadas con quienes nuestro corazón puede realmente descansar.

Alguien que conoce y vive en el Señor puede ayudarnos a comprender las oscuridades más profundas al iluminarnos con su luz. Estamos hechos para la vida en abundancia, para la felicidad y la libertad, pero hay que querer alcanzar estas promesas, poner los medios para vivirlas, dirigir nuestra mirada y nuestra voluntad para seguirlas. El cristianismo es liberación, y la única manera de creerlo es experimentando esta promesa cada día.

¿Cómo lo podemos experimentar? Como los discípulos de Emaús: caminando con alguien que esté dispuesto a dejarse encontrar por Jesús. Las penas desaparecerán porque él nos iluminará el entendimiento y nos llevará a la fracción del Pan de Vida, aquel manjar que nos libera. Nuestro corazón descansará verdaderamente en un hogar donde haya fuego de comunión.

El Señor puede alcanzarnos sin importar donde estemos. Él no nos pide que estemos bien para encontrarnos con él, sino que nos pide que nos dejemos ver tal y como estamos, que descansemos en él, que desahoguemos nuestro corazón en él, que compartamos con él nuestras pérdidas, nuestras desilusiones, la caída de algún horizonte que era fuente de alegría. Quiere que le mostremos aquellas pérdidas que desajustan la vida y la cambian por completo. Cuando se descansa el corazón en Jesús, sin esconder las miserias ni desdichas, llega un momento en que se comprende que era necesario que todo esto sucediera. Él nos permite entender que aquellas pérdidas eran necesarias, porque de otra manera nos hubiéramos entregado a algo que no tenía la capacidad de satisfacernos realmente; incluso todo lo contrario: aquello que perdimos podría haber sido fuente de escavitud.

Sólo Jesús hace posible pasar de sufrir una catástrofe o una pérdida en la vida, con amargura y desesperanza, a vivirla con un agradecimiento sin igual por la liberación en la que eso se ha convertido. Él es quien convierte nuestra cruz en resurrección. En él, podemos vivir una misma situación desde una perspectiva completamente diferente y renovada, es decir, con otro corazón. Descansaremos el corazón presentando todo lo que nos aflige.

El mal muchas veces nos hace pensar que nuestras caídas o desgracias sólo nos pasan a nosotros, y que a los demás les va bien y son perfectos. Es una idea absurda que nos hace mucho daño. En la Iglesia encontramos compañeros que van en el mismo camino, a los que les pasan cosas muy similares, por no decir idénticas, y encontramos otros peregrinos con quien desahogarnos al estar caminando en comunidad. El Señor se nos revela y nos ofrece el Pan de Vida que nos reconforta y nos permite seguir el camino con una esperanza renovada y una alegría verdadera. No lo hace en soledad, lo hace en comunidad, lo hace siendo Iglesia.

¿Queremos ser Iglesia? ¿Queremos pertenecer a la comunidad en donde realmente se sanan los corazones? ¿Donde brota la única esperanza que puede cambiar definitivamente el curso de la historia?

Cristo nos llama. Es él quién nos convoca a abrazar su camino de vida eterna. ¡Nadie puede reemplazarnos! No hay nadie como nosotros. Las palabras con las que San Juan Pablo II recibió su pontificado fueron: “Ustedes son la esperanza de la Iglesia y del mundo, ustedes son mi esperanza”. Esas palabras siguen siendo ciertas, y hoy, más que nunca, la Iglesia nos necesita. La Iglesia somos nosotros.


Cristina Umaña Sullivan es socióloga cultural que se ha dedicado a la evangelización por más de 10 años con especialidad en Teología del Cuerpo y creación de identidad desde la perspectiva cristiana. Envíele un correo electrónico a fitnessemotional@gmail.com.