
Sábado Santo y la Hora de María
¿Cuál sería el peor dolor que un ser humano pueda padecer? ¿Qué podría considerarse un sufrimiento inaudito? Una respuesta que miles de personas han dado: perder a un hijo o una hija. El luto de una madre o un padre al enterrar a alguno de sus hijos es un dolor inconcebible, y el consuelo pareciera imposible de encontrar.
¿Cuál sería el peor dolor que un ser humano pueda padecer? ¿Qué podría considerarse un sufrimiento inaudito? Una respuesta que miles de personas han dado: perder a un hijo o una hija. El luto de una madre o un padre al enterrar a alguno de sus hijos es un dolor inconcebible, y el consuelo pareciera imposible de encontrar.
A veces, el silencio es lo único que puede alentar. Las personas que han pasado por esa situación son el mejor apoyo en estos casos, pues conocen la profundidad de ese dolor. Es entonces cuando la mejor consejera y consoladora es María: ella conoce en primera persona lo que significa ver a un hijo sufrir hasta la muerte, contemplarlo traspasado e injuriado hasta el extremo, recibir su cuerpo sin vida y dejarlo envuelto en una tumba.
El Sábado Santo es un día en el que el silencio de la pérdida, la muerte y la incertidumbre son protagonistas. Es un día en el que no se sabe qué pasará después, no hay idea de cómo se puede seguir viviendo con la ausencia, ya no se concibe un mundo sin la presencia de la persona amada. Hay más dudas que certezas, más lágrimas que suspiros, más dolor que nada. El aguijón de la muerte ha hecho mella en nosotros, y su veneno nos paraliza. ¿A quién podemos acudir? ¿Qué podemos hacer para encontrar consuelo o siquiera un minuto de descanso?
“Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre” (Jn 19,25). Muchos de nosotros huimos del dolor; nos escondemos o incluso adormecemos nuestra existencia con excesos y placeres. Es entonces cuando la fidelidad de María se convierte en una guía: Ella permaneció a los pies de Jesús a pesar del horror que significaba la cruz. El testimonio de María nos abre los ojos y en especial el corazón porque nos presenta la pregunta: ¿Cuál es el lugar del que no podemos huir?
Estamos llamados a florecer donde Cristo nos ha plantado; fuimos creados para responder a nuestra vida y a nuestra misión con fidelidad en el aquí, en el ahora, y en especial a pesar del dolor que eso implique. Cada uno de nosotros sabe bien cuál es aquella circunstancia de la que no podemos huir, aquella que debemos afrontar con confianza, abandono y misericordia: es una invitación a abrazar el clavo de la fidelidad.
El sufrimiento es la llave que nos permite entrar al tiempo divino, y una de aquellas horas le pertenece a María. Lo que se conoce como “La Hora de María” es aquel momento en el que, estando bajo la cruz, Cristo le entregó su nueva misión: que fuera la madre del discípulo amado y, en su representación, la madre de todos nosotros.
En esa hora, María pierde a su Hijo divino, y se le entrega su nueva maternidad, convirtiéndose entonces en la Madre de la Iglesia, madre nuestra y de la humanidad entera. A partir de ahí, su gran misión es que en cada momento, situación y corazón donde exista sufrimiento, ella intervenga y traiga la presencia de Cristo. Es decir, gracias a María, ya no hay cruz donde no esté el Crucificado presente y, por lo mismo, donde no esté ella al pie de la cruz consolando y recibiendo cada lágrima.
Es una alianza: allí donde está la cruz, está también el Crucificado. Él es quien nos abre las puertas del cielo y nos permite entrar a la gloria. Entonces, se esboza la glorificación en medio del dolor que María ha cumplido y sigue cumpliendo durante más de dos mil años. Ella nunca ha dejado de estar en medio de las situaciones de sufrimiento, no sólo acompañando, sino trayendo la verdadera solución a cualquier desgracia, es decir, a su Hijo amado. Ella hace que todas nuestras cruces estén habitadas: por el resucitado.
Durante el Sábado Santo, la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su muerte, su descenso a los infiernos y esperando la resurrección con ayuno y oración. Sin embargo, el Sábado Santo muchas veces se prolonga en nuestras vidas porque hay situaciones de dolor y de cruz que sobrepasan el calendario litúrgico.
En momentos de luto, de soledad, silencio y dolor, dejémonos acompañar por nuestra Madre del Cielo. Abramos los corazones para vivir nuestro dolor durante La Hora de María. De esa manera, ella nos hará encontrar al Crucificado en nuestra experiencia, y él nos llevará a la alegría de la Resurrección. No dudemos que la muerte ha sido vencida y que cada cruz es una llave al paraíso; vivamos las horas de dolor junto a María, y dejemos que ella nos acompañe.