Perder la cabeza: defender la verdad y el sacramento del matrimonio
“Prefiero morir antes que perder la vida”, estas palabras pueden parecer un despropósito; sin embargo, señalan una verdad más grande y sublime: la vida de gracia. Ésta es la que sostiene al alma; es la relación con nuestro Creador, perderla significa, literalmente, vivir en desgracia. La gracia es ese tesoro que llevamos en vasijas de barro y es más importante que la vida misma. Este mes celebramos la muerte de San Juan Bautista, el gran ejemplo de quien prefirió morir antes que perder la vida.
“Prefiero morir antes que perder la vida”, estas palabras pueden parecer un despropósito; sin embargo, señalan una verdad más grande y sublime: la vida de gracia. Ésta es la que sostiene al alma; es la relación con nuestro Creador, perderla significa, literalmente, vivir en desgracia. La gracia es ese tesoro que llevamos en vasijas de barro y es más importante que la vida misma. Este mes celebramos la muerte de San Juan Bautista, el gran ejemplo de quien prefirió morir antes que perder la vida.
Juan el Bautista es también conocido como el último profeta del Antiguo Testamento. Al inicio del Evangelio de San Juan, mientras el evangelista explica la eternidad de Dios y su decisión de encarnarse, aparece la figura del Bautista: “Surgió un hombre, enviado por Dios que se llamaba Juan. Éste venía como testigo para dar testimonio de la Luz. Para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz” (Jn 1, 6-8). Juan el Bautista es el “abrebocas” de Jesús, su misión es prepararle al Señor un pueblo bien dispuesto y anunciar su venida.
El gran profeta del Antiguo Testamento fue Elías. Quiero traer a colación un episodio de la vida de Elías que nos ayuda a comprender la importancia de la figura de San Juan: después de haber cruzado el Jordán, Elías le dice a Eliseo: “Pídeme lo que quieras que haga por ti ante de ser arrebatado de tu lado”. Dijo Eliseo: “Que tenga dos partes de tu espíritu”. Le dijo: “Pides una cosa difícil” (2 Rey 2, 9-10). A Eliseo le fue entregado el manto de Elías y así recibió una parte del Espíritu. En cambio, el Bautista es aquel profeta que actúa con la totalidad del Espíritu que le fue dado a Elías. El don del Espíritu que habitó en San Juan es el don de la conversión, de llamar al corazón y adecuarlo para la venida del Señor.
Desde antes de su nacimiento, Jesús visita a Juan cuando María visita a Isabel. Allí, desde el seno de esas dos madres, sucede el encuentro entre Dios y su pueblo. Juan nos representa como pueblo y salta de alegría porque ha llegado el Salvador. Después, durante el bautismo, San Juan presenció el momento en que el Espíritu Santo descendió sobre Jesús: fue testigo del gran misterio, del Dios hecho hombre y entonces pudo decir con certeza “Yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios” (Jn 1, 34). Juan fue el elegido para decirle al mundo que había llegado el Mesías, fue el eslabón entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, fue la bisagra que abrió la puerta del Salvador.
Este mes recordamos su martirio, el momento en que Juan pierde su cabeza por defender la verdad y el sacramento del matrimonio. ¿Qué tendrá de especial la unión sacramental entre un hombre y una mujer para que el gran “profeta de los profetas” pierda su cabeza por ese motivo? La misión de Juan fue llamar a la conversión, y su muerte hace parte de esa misión: el matrimonio es el sacramento que representa el amor con el que Dios ama a su pueblo, es la imagen de la unión que goza la trinidad, es el diseño que Dios pensó para que nosotros viviéramos la entrega mutua y recibiéramos el don de la vida. ¿Qué otra circunstancia refleja mejor el amor de Dios, que además, es Dios mismo?
En la actualidad, muchos se estremecen ante la idea del matrimonio, y hasta se atreverían a decapitar a quien se opusiera a sus pasiones y deseos desordenados. Juan el Bautista es el último profeta del Antiguo Testamento porque después de Pentecostés, los discípulos de Jesús (es decir todos los cristianos), hemos sido llamados a ser profetas: somos los profetas del Nuevo Testamento. Eso significa que nuestra misión es la misma que la del Bautista: proclamar que el reino de los cielos ha llegado y que el Salvador del mundo ha venido. Estamos llamados a defender los sacramentos, a perder la cabeza por la verdad y por proteger el amor humano en lugar de degradarlo con perversiones y tendencias adúlteras, a preferir la muerte antes que perder la vida.
Para abrazar nuestro llamado a ser profetas podemos seguir la espiritualidad del Bautista: la espiritualidad del mártir. Es aquella espiritualidad de quien ya no tiene confianza en sus propias fuerzas, planes, talentos, y se abandona a los de Dios. Los mártires le permiten a Dios manifestar la fuerza de su gracia a través de su debilidad. Puede que el martirio al que Dios nos quiera someter es aquél “martirio blanco” en el que no derramamos nuestra sangre, pero en el que recibimos afrentas mucho más profundas que las de un arma. Es ese martirio que sucede cuando perdemos amistades y relaciones por defender la vida y la familia, cuando somos ridiculizados o señalados como ignorantes por seguir a Cristo, cuando vivimos el ostracismo social por creer en Dios y querer hacer
su voluntad.
Existen muchas formas de “perder la cabeza”, pero si es por ser testimonios de la verdad y ecos de conversión, al final no estamos perdiendo, estamos ganando lo más valioso que podamos poseer: la verdadera vida.
Cristina Umaña Sullivan es socióloga cultural que se ha dedicado a la evangelización por más de 10 años con especialidad en Teología del Cuerpo y creación de identidad desde la perspectiva cristiana. Envíele un correo electrónico a fitnessemotional@gmail.com.