Necesitamos una segunda conversión
Por lo general, las conversiones turbulentas son muy populares, es decir, aquellas que son inesperadas, que suceden en situaciones singulares y a veces excéntricas, en donde la presencia y la gracia de Dios pueden ser señaladas muy puntualmente.
Por lo general, las conversiones turbulentas son muy populares, es decir, aquellas que son inesperadas, que suceden en situaciones singulares y a veces excéntricas, en donde la presencia y la gracia de Dios pueden ser señaladas muy puntualmente.
Sin embargo, hay muchas otras conversiones que suceden dentro de procesos lentos y silenciosos, en los que la presencia de Dios se siente como una brisa suave pero constante que va llevando al alma al puerto seguro de su amor. Sea cual sea el proceso que hayamos vivido, hay una pregunta que es sobre todo trascendental para nuestra fe: nosotros, los ya convertidos y bautizados, ¿tenemos la necesidad de convertirnos? ¿Es posible, e incluso necesario, una segunda conversión?
Sin importar cómo haya sucedido nuestro encuentro personal con el amor de Dios, es cierto que siempre hay cosas en nuestra vida que necesitan tiempo para ser transformadas. Todos tenemos vicios y defectos que no pueden ser conquistados en un día o en un momento de gracia, sino que son procesos que toman su tiempo. Es allí cuando la segunda conversión sucede.
Es como lo que le sucedió a San Pedro: él fue el discípulo que tenía la intención de permanecer fiel a Jesús y de evitar la muerte que Jesús le dijo que tenía que sufrir. Sin embargo, al momento de la prueba, Pedro lo negó tres veces. Entonces, una vez resucitado Jesús se acerca a Pedro y le pregunta tres veces si lo ama, dándole la oportunidad de resarcir las tres veces que lo negó, y después le dice: “Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras” (Jn 21, 18).
La segunda conversión suele tener ciertas características, una de ellas es que no tenemos el control de nuestra vida, como le pasó a Pedro al final. Aún así, nos dejamos llevar (amarrados por la cintura) a donde Dios lo tiene planeado, purificando así nuestra intención y nuestro interior.
Durante nuestra primera conversión sucede que nosotros somos los actores principales de nuestra fe y de nuestra vida de gracia. En la segunda conversión nos damos cuenta que queriendo servir a Jesús, realmente nos estamos buscando a nosotros mismos. Dios permite que caigamos fácil y continuamente en nuestras miserias para que comprendamos que hemos depositado nuestra confianza y nuestra seguridad en nosotros mismos, tal como le pasó a Pedro cuando le dice a Cristo que nunca le negará.
Sin embargo, estaba en los planes de Dios que el discípulo le negara porque quería que de esa debilidad naciera una segunda conversión, mucho más madura que la primera. Las lágrimas de Pedro son como un segundo bautismo, un agua de purificación que lo pone en la pista de la segunda conversión y renueva su seguimiento a Jesucristo. Es más, esta situación es lo que le permite a Pedro dar su vida por él cuando llegue el momento.
La primera conversión nos hace sentir que hemos llegado al verdadero destino; la segunda nos hace comprender que no era un punto de llegada sino de partida y que no llegaremos sino hasta que Dios nos reciba en su presencia. La conversión es un momento de encuentro con el amor eterno, y este encuentro nos exige la vida misma.
Entonces no es un acto que termina; es un acto que se renueva cada día con la entrega libre de nuestro ser al amor de los amores, a nuestro Padre que nos ha creado. Como dice el padre Mike Schmitz: “Cada persona vive dos vidas. La segunda empieza cuando se da cuenta que sólo tiene una”.
Cristina Umaña Sullivan es socióloga cultural que se ha dedicado a la evangelización por más de 10 años con especialidad en Teología del Cuerpo y creación de identidad desde la perspectiva cristiana. Envíele un correo electrónico a fitnessemotional@gmail.com.