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 | Por Hna. Meggie Flores

La Necesaria Cruz

El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. (Mt 10, 38)

A todos nos cuesta el sufrimiento, y la cruz es un tema del que por lo general no queremos hablar. A veces la cruz llega a nuestras vidas sin esperarla: en una enfermedad, en una muerte repentina de algún familiar o amigo, en un compañero de trabajo que nos hace la vida de cuadritos, en fin, de tantas otras maneras. La cruz es como la valentía que en si no es un sentimiento malo. Todos sentimos indignación en algún momento de nuestra vida, pero es el uso que hacemos de esa cruz o esa valentía lo que verdaderamente trasciende. La cruz en nuestras vidas es inminente. Huir de la cruz que nos toca vivir es huir de una vida en Cristo. Somos discípulos y seguidores de un crucificado que afrontó la cruz hasta las últimas consecuencias por amor a la humanidad, por nosotros.

Cuando Jesús nos invita a cargar la cruz en nuestras vidas, está tocando algo más profundo que incluye la negación a uno mismo. Va más allá de las dificultades que tenemos día a día. Es saber que no hay otra persona más importante que dar la vida, como darla por Jesucristo. Su muerte en la cruz nos invita a la entrega total, y que nada en esta vida supera su primacía. “Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos” (Rom 14, 8). El sentido de pertenencia se nos desvía a un determinado lugar o grupo cuando, en realidad, el primer lugar de pertenencia es en Dios mismo. A Él hemos de retornar, a Él hemos de entregar lo que Él mismo nos dio, la vida. Por eso no hemos de poner nuestra esperanza en nada de esto terrenal que caduca. Es tener “la mirada fija en Jesús” como dice en Hebreos 12.

La cruz es la escuela que nos forma, nos madura. ¿Cuántas veces después de una prueba nos hemos sentido fortalecidos? La cruz nos transforma y nos libera. Es lo que vivieron muchos santos canonizados y no canonizados que San Juan de la Cruz llamó “la noche oscura del alma”. San Juan de la Cruz fue rechazado por sus mismos hermanos de comunidad por tener ideologías reformistas que cuestionaban la vida relajada de algunos Carmelitas de su época. Fue un profeta que quisieron callar como hicieron con los profetas del Antiguo Testamento, como hicieron con Jesucristo. Como hicieron con el obispo Oscar Romero en El Salvador. Bajo el cautiverio de sus co-hermanos, San Juan de la Cruz escribió los más bellos cánticos espirituales como: “¡Oh noche, que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste, Amado con amada, amada en el Amado transformada!”, refiriéndose a la prueba como una noche obscura que experimentó.

Muchos hemos crecido en una cultura o sociedad que pregona lo contrario. Buscamos el confort, lo fácil, lo que no cuesta, pero sin embargo en la cruz está el verdadero consuelo. Fue la cruz la que nos salvó. Jesucristo nos enseña este camino a seguir. Un camino de obediencia a la voluntad del Padre que a veces nos ofrece puertas estrechas que cruzar. Jesucristo soportó el rechazo, la burla, la calumnia, los azotes, la corona de espinas, cargar con la cruz y morir como un criminal clavado a ella. Nosotros tenemos calmantes, acetaminofén, y “anestesias espirituales” que tomamos para aliviar el dolor y evitar a toda costa el sufrimiento y la cruz. Me refiero a lo que adormece la vida espiritual. El sacrificio es el ejercicio del alma y nos mantiene en forma para una vida en Cristo. Cuidar de la salud es necesario pero cuidar de la salud espiritual es primordial para un Cristiano.

La cruz es nuestro distintivo. Adorna nuestros templos, nuestras casas, nuestros cuellos y sobre todo nuestro corazón de cristianos que está imprimido por ese carácter. Pertenecemos a un Crucificado que aceptó el dolor para redimirnos. El Catecismo de la Iglesia Católica, en párrafo 617 afirma: "Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación" enseña el Concilio de Trento, subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como "causa de salvación eterna". Y la Iglesia venera la cruz cantando:

"Salve, oh cruz, única esperanza". Recuerdo ese bello rito del Viernes Santo donde se nos devela la cruz y el Crucificado poco a poco mientras el ordinario canta: “Cruz de Cristo” y respondemos, “Demos gracias a Dios”. ¿Realmente podemos dar gracias a Dios cuando la cruz toca las puertas de nuestras vidas?

Es muy fácil desviarnos ya que este mundo nos ofrece lo liviano o lo “lite”. En mis años de ministerio he tenido la gracia de encontrarme con gente que abrazan la cruz con una gran aceptación. Me quedé pequeña ante su tenacidad, su resiliencia, pero sobre todo sus vidas afirmativas al camino de la cruz. Oigo a veces respuestas a la cruz como la de Job: “El Señor me lo dió, el Señor me lo quitó bendito sea el nombre de Señor”.

Hay un libro de Henri J. M. Nouwen que personalmente me inspira mucho que se llama: “The Wounded Healer” (o El Sanador Herido, en español ). Nouwen nos presenta un nuevo ministerio sobre cómo, desde nuestras propias heridas, podemos ayudar en la sanación de otros. Podemos engendrar vida en personas que están abatidas por el sufrimiento. Es lo que Jesucristo hizo por nosotros al ser herido con los latigazos, la corona de espina, los clavos y por último la lanza del soldado.

Esas llagas nos han sanado como dice en las escrituras: “Tus heridas nos han curado” (Is 53, 5 y 1 Pe 2, 24). En mi propia vida, cuando he creído que no puedo más con una cruz que me toca vivir muchas veces, Dios ha puesto en mi camino personas que cargan con cruces mucho más pesadas. Esto me ayuda a no quejarme de la que Dios me ha dado para mi santificación.

Me motiva y fascina la vida de los apóstoles y primeros cristianos que vieron el desenlace de la vida de Jesucristo y optaron por seguir ese camino sin reservas. Muchos sacrificaron sus vidas con el martirio. En mi formación, cuando nos hablaban del martirio, nos explicaban el cruento y el incruento. El cruento es en la que un cristiano acepta la tortura incluso la muerte por no negar su fe en Jesucristo. El martirio incruento es aquel que vivimos en los pequeños detalles de cada día si los aceptamos en fe, esperanza y amor. Hay un himno del Oficio Divino que se llama “Palabra del Señor” ya rubricada que dice en la tercera estrofa: “Martirio es el dolor de cada día, si en Cristo y con amor es aceptado, fuego lento de amor, en la alegría de servir al Señor, es consumado”.

Sabemos que la cruz no es la palabra final, y que, aunque necesaria, lo que nos espera es eterna felicidad. Por eso somos gente de alegría y esperanza en medio del dolor y la prueba. La cruz nos prepara para la Resurrección, la vida eterna. Esa hermosa mañana cuando María Magdalena llegó al sepulcro se pregonaron los resultados de una entrega total. Así ha de ser nuestras vidas que cuando nos llegue la hora de dejar este mundo, los otros vean en nosotros esa entrega al servicio de Jesucristo en el otro y no pertenencias, títulos, dinero y fama. La cruz nos recuerda una entrega gratuita y sin reservas. Nos recuerda que vale la pena consumir la vida por el otro por la causa del Reino. Jesucristo pagó el precio por nuestros pecados con su muerte en la cruz. Tenemos una sola oportunidad de vivir y morir que sea abrazados a la necesaria cruz de la entrega.


La hermana Migdalia Flores Marrero, DC, es la co-coordinadora diocesana del Ministerio de Trabajadores Agrícolas Migrantes. Envíele un correo electrónico a migdalia@charlestondiocese.org.