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 | Por Cristina Sullivan

La libertad de creer viene del amor de Dios

Negar la libertad religiosa es, además de un crimen, un total despropósito. ¿Cómo, o más bien, quién puede darle fe a alguien, o en su defecto, quitársela?

Uno de los regalos más preciados que Dios le dio a cada ser humano es la libertad porque no quiso un ejército monocromático donde todos sean idénticos entre sí y en donde “es obligatorio” amarlo y seguirlo. ¡No! Dios quiere que cada persona quiera, anhele y desee amarlo, no que esté obligada a hacerlo. Sin libertad, no hay amor. ¿Cómo se llama el acto de obligar a alguien a amar? Abuso (ya sea emocional, psicológico o físico/sexual). Dios no es un abusador, tanto que se dejó crucificar a sí mismo en lugar de crucificar a los que no estaban de acuerdo con él.

Uno de los trabajos más desafiantes que he tenido fue ser una maestra de formación católica. Cuando acepté el cargo, tuve la ilusión de explicar la fe de una manera amena e interesante y compartir las respuestas que han sido claves en mi camino de conversión. Pensé que si les transmitía esa valiosa información a mis estudiantes de manera novedosa y entretenida, seguramente no perderían la fe como a mí me pasó cuando era adolescente.

Sin embargo, me encontré con la cruda realidad de que yo no soy el Espíritu Santo, y por eso no podía derramar el don de la fe de la manera en que ilusamente quería hacerlo. Sin contar con el terrible dilema de calificar esta materia, ¿Cómo se califica el grado de fe de una persona? Al fin y al cabo, no se trata de cuánto creen en Dios porque incluso el enemigo cree en él.

La conversión a la fe es una experiencia de amor, y no un amor cualquiera: Es el amor eterno, infinito, e inacabable que Dios tiene por mi, por ti, y por todos. La verdadera conversión sucede cuando el alma se encuentra cara a cara con su Creador, y en plena libertad dice: “Quiero recibir tu amor y amarte de vuelta”. Ahí es cuando todo cambia, suceden los milagros y el corazón deja de ser de piedra. 

La conversión no se trata de evitar el pecado sino de recibir el amor. No se trata de entender los dogmas y las verdades de fe, sino de dejarse moldear por el Espíritu Santo y abrazar la identidad de hija o hijo del Padre. Entonces, el compromiso se convierte en mandamiento: “Amarás a Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 5). Dios quiere ocupar en nosotros el lugar que le corresponde: el primero. No puede dividirse entre otros amores y apegos porque nuestro corazón fue creado para él, y no por el bien de Dios, sino por el nuestro.

Obligar a alguien a renunciar a su fe después haber tenido un encuentro personal e intransferible con el amor de Dios es un despropósito porque ya no hay vuelta atrás. Si el corazón le pertenece a Dios, nadie puede arrebatarlo. Y lo mismo pasa en el sentido contrario: si un corazón no quiere recibir el amor divino, Dios respeta esa decisión porque no es un abusador y respeta la libertad que él mismo ha dado a esa criatura que no quiere ser amado.

Cuando se intenta suprimir la fe a las malas, muchas veces lo que ocurre es el efecto contrario: ¿Qué pasó con los romanos que quisieron evitar a toda costa que los cristianos de los primeros tiempos dieran testimonio de su fe? Comenzaron a martirizarlos, y la sangre de aquellos valientes hombres y mujeres fue la semilla que produjo una conversión tan fecunda que el mismo emperador se convirtió (ver la historia de Constantino el Grande). Esa semilla fue tan duradera que hasta el día de hoy, Roma sigue siendo la sede de la Iglesia Católica de Occidente. Y hoy vemos que la sangre de los mártires en todo el Sudeste Asiático ha hecho de muchos de esos países los lugares donde está surgiendo el mayor número de vocaciones sacerdotales
y religiosas.

No se puede forzar la fe, ya sea para creer o para no creer, y no podemos pretender que está en nuestras manos lograr algo así. Lo que está en nuestras manos es dar testimonio de que el amor de Dios, libremente aceptado, es lo que mueve montañas, corazones, imperios y dictaduras. Y si Dios quiere que nuestro testimonio implique perder la vida por él, descansemos en la confianza de que el fruto de esta dedicación resonará en la eternidad e impactará en el mundo presente de maneras que nunca podríamos imaginar.


Cristina Umaña Sullivan es socióloga cultural que se ha dedicado a la evangelización por más de 10 años con especialidad en Teología del Cuerpo y creación de identidad desde la perspectiva cristiana. Envíele un correo electrónico a fitnessemotional@gmail.com.