La fe de mi abuelo sembró las semillas de la fe
Cuando mi abuelo entraba a una capilla o iglesia y veía que el Santísimo Sacramento estaba presente, se arrodillaba con tal devoción y reverencia que era imposible no sentir la presencia, y en especial la divinidad, de Jesús. Su participación en la Eucaristía era a veces motivo de risa entre mis tíos porque se lo tomaba muy en serio. En algún momento mi tía Teresa, que también es mi madrina, me dijo: “Mi papá no nos enseñó catecismo ni nos dió lecciones de fe. Él nos evangelizó con su ejemplo. Esa fue mi catequesis”. Mis abuelos tuvieron seis hijos y hoy todos tienen una vida de fe activa.
Cuando mi abuelo entraba a una capilla o iglesia y veía que el Santísimo Sacramento estaba presente, se arrodillaba con tal devoción y reverencia que era imposible no sentir la presencia, y en especial la divinidad, de Jesús. Su participación en la Eucaristía era a veces motivo de risa entre mis tíos porque se lo tomaba muy en serio. En algún momento mi tía Teresa, que también es mi madrina, me dijo: “Mi papá no nos enseñó catecismo ni nos dió lecciones de fe. Él nos evangelizó con su ejemplo. Esa fue mi catequesis”. Mis abuelos tuvieron seis hijos y hoy todos tienen una vida de fe activa.
Otra práctica que tenía era rezar el rosario todos los días a las seis de la tarde. Al principio obligaba a sus hijos a acompañarlo, pero la rebeldía de la adolescencia no se hizo esperar, y la primera en negarse fue mi tía Teresa. Poco después, los otros hermanos y hermanas la imitaron. Años después, cuando comenzó la pandemia, surgió la iniciativa de rezar el rosario en familia vía Zoom a las ocho de la noche. Hoy, la tía Teresa, junto con sus hermanos, algunos primos y varios sobrinos, se reúnen diariamente a rezar el rosario. Ya llevamos más de tres años reunidos en oración, y siendo testigos de muchísimas gracias derramadas por esta práctica. Este es fruto de la semilla que Dios plantó en nosotros, gracias al ejemplo de mi abuelo.
Mi abuelo es Eduardo Balen, y murió cuando yo tenía apenas cuatro años. Yo era su nieta adorada, la luz en sus ojos. Su amor por mí fue tan intenso que a pesar de que han pasado casi 30 años, todavía lo recuerdo como si fuera ayer. Cuando vivía la “edad dorada” —cuando se traspasan los límites y se cuestionan la autoridad y las enseñanzas— el recuerdo de mi abuelo me impidió cometer más errores de los que cometí. Cuando lo recordé e imaginé que me miraba desde el cielo, quise que se sintiera feliz y orgulloso de mí, y entonces traté de comportarme un poco mejor.
Eduardo fue malhumorado; le gustaba sentarse a tomar whisky con sus amigos. En pocas palabras y para no ahondar en detalles: tenía debilidades y no era perfecto, o un ángel cayó del cielo. Sin embargo, su fervor y su perseverancia final fueron la mejor herencia que nos dejó a toda la familia. La primera vez que escuché hablar de la “perseverancia final” fue en las misiones: Una de nuestras compañeras rezaba para que no perdiéramos esta gracia. Pero, ¿de qué se trata?
Cuando experimentamos el amor incondicional y eterno de Dios, momento que muchos llaman “la conversión del corazón”, es fácil de creer porque el alma se hincha de fe, esperanza y caridad. Es un momento de gracia acompañado de mucho entusiasmo y fecundidad apostólica. Luego, para purificar la fe de muchas personas (si no de todas), Dios nos concede vivir en lo que se conoce como el “desierto espiritual”. Es un momento en el que se experimenta una “ausencia de Dios” en la oración, en el apostolado, y se siente como si Dios se hubiera olvidado de nosotros. Las almas que no perseveran son aquellas que han puesto su confianza en las “caricias” o bendiciones de Dios en lugar de ponerla en Dios mismo. En cambio, las almas que perseveran a pesar de la sequedad espiritual, las pruebas y la “falta de caricias”, son aquellas que reciben gracias extraordinarias en el momento en que termina la prueba.
Muchos santos han pasado por noches oscuras, como Santa Madre Teresa de Calcuta, quien experimentó sequedad espiritual durante cuatro décadas. Sin embargo, ella perseveró, y esa fidelidad a su llamado y vocación tuvo un eco en la historia que todavía hoy resuena con fuerza. La perseverancia final es lo que nos permite cargar nuestra cruz a pesar de las muchas caídas que Dios nos permite experimentar. Por medio de esa purificación del alma, llegaremos a la resurrección.
Como seres humanos, es normal que huyamos del sufrimiento, y hace poco escuché esta frase que me ayudó a entenderlo desde otra perspectiva: “La felicidad proviene de aceptar la realidad, no de intentar cambiarla, transformarla o huir de ella”. La perseverancia es aquella gracia que nos permite seguir caminando a pesar de experimentar el destierro por este valle de lágrimas. Nos enseña a abrazar la realidad tal como es y a mantener nuestra mirada y nuestro corazón en las manos de Dios.
La fe de mi abuelo era de perseverancia. Si hoy estás pasando por un desierto espiritual, o sientes que ya no puedes sembrar la fe en tus hijos, tu familia, o tus seres queridos, estar seguro de que tu ejemplo de fe y tu perseverancia diaria en la oración darán frutos. ¡El día que se siembra la semilla no es el mismo día que se recoge la flor, y el momento del desierto espiritual es el momento en que se siembran gracias que jamás podríamos imaginar!