| Por Dr. Mike Martocchio

Parte 8: El Cuerpo de Cristo — La Eucaristía y la Iglesia

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En nuestra reflexión anterior, hablamos de la Eucaristía como sacramento de pertenencia y examinamos algunas cuestiones sobre la práctica religiosa y la relación entre el catolicismo y otras confesiones cristianas. Continuaremos parte de ese debate, pero centrándonos más específicamente en la conexión entre la Eucaristía y nuestra comprensión de la Iglesia.

En la Gran Comisión del Evangelio de Mateo, se nos manda: “Vayan y hagan discípulos entre todos los pueblos” (28, 19). En su conclusión, y en la conclusión del Evangelio de Mateo, se nos recuerda que “Yo estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (28, 20). Estas palabras no son sólo un bonito sentimiento. Son una promesa, una garantía, y las vemos tomar forma de diversas maneras en la vida de la Iglesia. Lo vemos en la existencia misma de la Iglesia, que, por ser cuerpo y esposa de Cristo, lo hace presente a través de los siglos.

Uno de los ejemplos más claros y potentes de la manifestación de esta presencia es el don de la Eucaristía. Este don ha sido transmitido de generación en generación por la Iglesia y sigue estando disponible gracias a la Iglesia. A la inversa, la Eucaristía también constituye la Iglesia: es el Cuerpo de Cristo porque recibimos el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía.

Como ya se ha mencionado, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que la Eucaristía forma parte de los Sacramentos de la Iniciación junto con el Bautismo y la Confirmación. Recibir la Eucaristía completa nuestra iniciación porque marca la vida de un cristiano dándonos dirección y alimento. También nos da un punto de entrada al infinito. Si el objetivo de la vida cristiana es la unión con el Dios infinito, necesitamos un modo constante de acceder a ese misterio. Es por eso precisamente que llamamos a su recepción la Comunión, y como acto de comunión, nos unimos a Dios y a todos los demás que están unidos a él, o sea, a la Iglesia. La Eucaristía, pues, es sacramento y signo de identidad.

Sabemos que la Eucaristía y la devoción a ella es algo que alimenta nuestra fe individual —un reflejo de la intimidad del don de Cristo mismo— pero también hay una dimensión comunitaria de la espiritualidad eucarística que es igual de importante. Es parte de la razón por la que la participación semanal en la Misa dominical es una parte esencial de nuestro estilo de vida y espiritualidad como cristianos. Esta actividad semanal nos pone en contacto con nuestra propia identidad como pueblo de Dios. Nos conecta con aquellos con quienes compartimos esta identidad, al tiempo que nos proporciona el alimento que necesitamos para vivirla. La Eucaristía nos da unión sin uniformidad.

Culturalmente, a menudo contrastamos nuestra identidad personal con la de un grupo más amplio. Pensamos que lo que somos y quiénes somos sólo sale a la luz en la forma en que nos distinguimos de los demás. Pero las comunidades a las que pertenecemos conforman lo que somos. Nos hacemos un grave daño a nosotros mismos cortando nuestras raíces, especialmente si perseguimos una noción radical e individualizada de la identidad y evitamos instituciones tradicionales como la Iglesia.

Recibir a Cristo en la Eucaristía configura nuestro ser más profundo como pertenecientes a Él individualmente y como miembros de su cuerpo, la Iglesia. Es la confluencia de todo en la vida cristiana. La Iglesia no es algo a lo que “hay que ir” los domingos. Más concretamente, celebramos la Misa como Iglesia los domingos para poder seguir siendo Iglesia en el resto de nuestra vida cotidiana.

En un famoso sermón, San Agustín resumió esta conexión —la Eucaristía y la Iglesia son ambas el Cuerpo de Cristo— instando a quienes se acercan a la Eucaristía a “sean lo que ven; reciban lo que son” (Sermón 272).


Michael Martocchio, Ph.D., es el secretario de evangelización y director de la Oficina de Catequesis e Iniciación Cristiana. Escríbele un correo electrónico a mmartocchio@charlestondiocese.org.